Miro a la muerte igual que a una mujer sin rostro
que volviese la esquina en una calle ignota,
de una ciudad que nunca he recorrido.
No temeré seguirla, pues sé que mi destino
es, indudablemente, ir de su mano un día.
He sentido marcharse a los amigos en medio de la vida,
cargados de proyectos, sin una despedida.
Cada partida duele por la oquedad que deja en esa estancia
que se va despojando por airadas de otoño.
En cada soplo se llevan una hoja del árbol del recuerdo.
Pero siempre nos queda una sonrisa, un gesto, un rasgo,
una semilla apenas perceptible, que de nuevo germina.
La honda raíz de los afectos es el junco en el agua,
el mimbre que soporta la navaja afilada, blandida por el tiempo.
Nadie se vuelve atrás cuando dobla la esquina
ni llega a adivinar si la ciudad existe y es hermosa,
si más allá de la materia inerte como única certeza
no engendra la ceniza nueva vida y recorre despacio
la tierra, el agua, el aire, como seres distintos
que siguen empeñados en vagar sin siquiera saberlo.
Colaboración de Gonzalo Del Campo