lunes, 7 de abril de 2008

Esa mujer sin rostro

Miro a la muerte igual que a una mujer sin rostro

que volviese la esquina en una calle ignota,

de una ciudad que nunca he recorrido.


No temeré seguirla, pues sé que mi destino

es, indudablemente, ir de su mano un día.


He sentido marcharse a los amigos en medio de la vida,

cargados de proyectos, sin una despedida.

Cada partida duele por la oquedad que deja en esa estancia

que se va despojando por airadas de otoño.

En cada soplo se llevan una hoja del árbol del recuerdo.

Pero siempre nos queda una sonrisa, un gesto, un rasgo,

una semilla apenas perceptible, que de nuevo germina.


La honda raíz de los afectos es el junco en el agua,

el mimbre que soporta la navaja afilada, blandida por el tiempo.


Nadie se vuelve atrás cuando dobla la esquina

ni llega a adivinar si la ciudad existe y es hermosa,

si más allá de la materia inerte como única certeza

no engendra la ceniza nueva vida y recorre despacio

la tierra, el agua, el aire, como seres distintos

que siguen empeñados en vagar sin siquiera saberlo.


Colaboración de Gonzalo Del Campo

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